A veces, asumimos que podemos superar los desafíos del mundo únicamente con nuestra propia fuerza o conocimiento. Sin embargo, creo que la vida es un proceso continuo de aprendizaje, que a menudo ocurre en los lugares más inesperados.
El mes pasado, me encontré reflexionando sobre tres preguntas profundas: ¿Por qué hay tanto sufrimiento en el mundo? ¿Por qué gran parte de ese sufrimiento involucra a los inocentes? Y, más específicamente, ¿cómo es posible que nuestro mundo genere tanta pobreza?
Como teóloga, reconozco que existen numerosas respuestas filosóficas y teológicas a estas preguntas, cada una con su propia calidad. Sin embargo, la realidad del sufrimiento a menudo trasciende el poder explicativo de las palabras y los pensamientos.
Durante este tiempo, he estado luchando profundamente con estos pensamientos en mi corazón. Dios sabe que, incluso cuando traté de imaginarme a mí misma como una misionera fuerte, seguí siendo la débil e imperfecta Michelle, tocada por el dolor del mundo. Me sentí consumida por un profundo sentido de impotencia y la incapacidad de ofrecer soluciones al sufrimiento a mi alrededor. Mi fuerza emocional y física parecía desvanecerse bajo el peso de estas preocupaciones, dejándome sentir como si estuviera a la deriva.
Después de hablar con alguien en quien confío, me encontré con un pasaje de 1Corintios 2,1-5, que dice:
Así que, hermanos, cuando fui a ustedes para anunciarles el misterio de Dios, no lo hice con gran elocuencia ni sabiduría. Pues me propuse no saber de cosa alguna entre ustedes, sino de Jesucristo, y de este crucificado. Y estuve entre ustedes con debilidad, y mucho temor y temblor. Mi mensaje y mi predicación no fueron con palabras persuasivas de sabiduría humana, sino con demostración del Espíritu y del poder de Dios, para que su fe no se fundara en la sabiduría humana, sino en el poder de Dios.
Antes de embarcarme en mi nueva misión, seguí el consejo de un buen amigo y llegué sin expectativas, dejando a un lado todo mi conocimiento filosófico y teológico, tal como San Pablo, quien dijo: “Pues me propuse no saber de cosa alguna entre ustedes, sino de Jesucristo, y de este crucificado”. Traté de sentirme segura de mi misma como siempre, pero no anticipé que, en esta nueva realidad, confrontaría mis propias limitaciones humanas. Me encontré, como Pablo, “[…] en debilidad, y mucho temor y temblor”.
Ahora veo con más claridad que no es por mi propia fuerza, habilidades o sabiduría humana que me sostengo, sino por el poder de Dios. Una de mis guías espirituales me dijo: “La impotencia de sentirnos limitados puede entenderse como una necesidad profunda de requerir algo que nos supere, en este caso, YHWH (Dios)”. Sus palabras me ayudaron a comprender la verdad del mensaje de San Pablo sobre un Dios que “eligió hacerse humano en Jesús” (cf. Fil 2,5-8 / Jn 1,14), quien pagó el precio máximo y fue crucificado. La pregunta que queda es: ¿cómo respondo a esto?
La realidad del sufrimiento llama a la puerta, exigiendo atención y provocando en mí un profundo discernimiento de dimensiones tanto personales como sociales. Siento la impotencia de no poder ser una voz para los sin voz, de no poder ofrecer comida al hambriento o ropa al desnudo (cf. Mt 25, 35-36). No podemos resolver los problemas de todos los que sufren, ni podemos cambiar sus realidades. Pero entonces, ¿qué podemos hacer?
Es difícil ver la luz al final del túnel cuando caminamos en la oscuridad, cuando el dolor y la impotencia nublan la visión, dejándonos en un estado de desolación e incomprensión sobre el sufrimiento del mundo. ¿A qué estamos llamados en esta vida? ¿Estamos aquí solo para consumir y desechar, para gastar y disfrutar? El consumo se vuelve dañino cuando afecta a otros; gastar innecesariamente y disfrutar mientras nuestros hermanos y hermanas sufren a nuestro lado no es correcto cuando bien sabemos que aunque sea algo mínimo podemos hacer.
Quizás nuestro llamado comience simplemente con ESTAR presentes, caminar junto a otros y, donde sea posible, ofrecer ayuda, no solo asistencia material, sino también palabras de consuelo o un hombro para llorar. Al hacerlo, podemos percibir que Dios habla a través de sonrisas sin palabras.
A la luz de esto, mi experiencia, como la de muchos otros, es una llamada continua a “revisitar lo que aún nos sostiene”, a volver a nuestro centro, a la fuente que nos alimenta día a día. Desde nuestras limitaciones, podemos entender que tenemos una necesidad profunda de alguien más grande que nosotros mismos; en este caso, YHWH. No es coincidencia que el Logos se hizo carne y eligió caminar entre nosotros: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14).
Por ahora, comprendí que el primer paso que puedo dar es aceptar los límites naturales de mi humanidad, y así, estar en un continuo ejercicio de discernimiento sobre la realidad que hoy me y nos toca afrontar, con plena confianza de que Dios está con nosotros (cf. Mt 1,23). Por otro lado, no nos vendría mal aceptar que no tenemos que resolver todo por nuestra cuenta, sino, desde de la contemplación de Jesús en la cruz, confiar en su presencia y guía.